lunes, 12 de febrero de 2007

El viento


A la intemperie,
se va infiltrando el viento
hasta mi alma.

Basho


El viento: lo que mueve y agita la materia

No en vano ha sido el viento siempre para la imaginación humana símbolo de la divinidad, del puro espíritu. En la Biblia suele Dios presentarse bajo la especie de un vendaval, y Ariel, el ángel de las ideas, camina precedido de ráfagas. Mientras por materia entendemos lo inerte, buscamos con el concepto de espíritu el principio que triunfa de la materia, que la mueve y agita, que la informa y la transforma y en todo instante pugna contra su poder negativo, contra su trágica pasividad. Y, en efecto, hallamos en el viento una criatura que, con un mínimo de materia, posee un máximo de movilidad: su ser es su movimiento, su perpetuo sostenerse a sí mismo, trascender de sí mismo, derramarse más allá de sí mismo. No es casi cuerpo, es todo acción: su esencia es su inquietud. Y esto es, de uno u otro modo, en definitiva, el espíritu: sobre la mole muerta del universo una inquietud y un temblor.

José Ortega y Gasset, Muerte y resurrección


El viento: ininterrumpida influencia

Lo insistentemente penetrante del viento se basa en su acción incesante. Por ella se hace tan poderoso. Recurre al tiempo como medio para su acción.

I Ching, Hexagrama 57, Sun / Lo Suave, Lo penetrante, El Viento


El viento: sutil mensajero

Mil senderos existen que aún no han sido nunca recorridos; mil formas de salud y mil ocultas islas de la vida. Inagotados y no descubiertos continúan siendo siempre para mí el hombre y la tierra del hombre.
¡Vigilad y escuchad, solitarios! Del futuro llegan vientos con secretos aleteos; y a oídos delicados se dirige la buena nueva.

Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra


Esto es efímero…


Nada hay fijo en esta vida fugaz: ¡ni dolor infinito; ni alegría eterna; ni impresión permanente; ni entusiasmo duradero; ni resolución elevada que pueda persistir la vida entera! Todo se disuelve en el torrente de los años. Los minutos, los innumerables átomos de pequeñas cosas, fragmentos de cada una de nuestras acciones, con los gusanos roedores que devastan todo lo que hay grande y atrevido... Nada se toma en serio en la vida humana: el polvo no merece la pena.


Arthur Schopenhauer, El amor, las mujeres y la muerte

Le coeur a ses raisons que la raison ne connaît point



14
Cuando una elocución expresa con naturalidad una pasión o un efecto psíquico, encontramos en nosotros mismos la verdad de lo que escuchamos. No sabíamos que la contuviéramos, de modo que esto nos incita a amar al que nos lo hace sentir: pues no nos ha mostrado lo suyo, sino lo nuestro. Este beneficio nos lo torna digno de amor; además, la comunidad intelectual que con él tenemos inclina necesariamente el corazón a amarlo.

277
El corazón tiene sus razones, que la razón no conoce; esto se advierte en mil cosas. Digo que el corazón ama naturalmente al ser universal, y naturalmente a sí mismo, según se dedique al uno o al otro; y se endurece contra el uno o contra el otro, según elija. Habéis rechazado el uno y conservado al otro ¿acaso por razón os amáis?

282
Conocemos la verdad no sólo por la razón, sino también por el corazón; de esta segunda manera conocemos los primeros principios, y en vano el razonamiento, que no participa en ella, trata de combatirlos.
(…)
Y es tan inútil y tan ridículo que la razón exija al corazón pruebas de sus principios para querer consentir en ellos, como sería ridículo que el corazón exigiera a la razón un sentimiento de todas las proposiciones que ella demuestra para querer aceptarlas. Por lo tanto, esa impotencia sólo debe servir para humillar a la razón, que pretendería juzgar acerca de todo, pero no para combatir nuestra certeza, como si solamente la razón fuera capaz de informarnos.

283
El corazón tiene su orden; el espíritu tiene el suyo, que es por principio y demostración; el del corazón es distinto. No probamos que debemos ser amados exponiendo ordenadamente las causas del amor: esto sería ridículo.


Blaise Pascal, Pensamientos



Caridades íntimas


Una mañana de niebla, en que salí de casa (…), me produjo el espectáculo de la niebla matutina (…) un efecto singular, y como nunca antes me lo había producido, merced, sin duda, al estado en que acertara a encontrarse entonces mi alma. Y fue que al ver los arbolillos que bordan la carretera que pasa junto a mi morada de entonces, y verlos sumergidos en la niebla, así como los objetos todos de mi alrededor, y veladas por ella las lontananzas, pareciome como si a aquellos arbolillos se les hubiesen rezumado o extravasado las entrañas, y que ellos no eran más que corteza, continentes de árboles sumergidos en sus propias entrañas, algo así como hollejos de uva dentro del mosto. Y que las entrañas éstas de los arbolillos y de las cosas todas se habían fundido unas en otras, dejando a sus cuerpos como armaduras de un guerrero que ha muerto y se ha hecho polvo. Y recuerdo que, a partir de semejante imaginación, continué mi camino, (…) pensando en un remoto reino del espíritu en que se nos vacíe a todos el contenido espiritual, se nos rezumen los sentimientos, anhelos y afectos más íntimos, y los más recónditos pensares, y todos ellos, los de unos y los de otros, cuajen en una común niebla espiritual, en el alma común, dentro de la que floten las cortezas e nuestras almas, estas cortezas que son hoy casi lo único que de ellas ofrecemos a nuestros prójimos, y casi lo único que recibimos de éstos.
(…)
Cuando alguien me da sus ideas, es decir, lo que se dice sus ideas, como se dice su dinero, aunque éste haya corrido antes por miles de manos y venga sucio y gastado de todas ellas; cuando alguien me da ideas, las tomo y me las guardo hasta que tenga ocasión de gastarlas, dándolas a mi vez; pero cuando alguien me da con sus ideas algo de su espíritu, cuando en el además, en el aire, en la puridad que emplee al dármelas o al recibirlas yo en mi mente, en el calor que me infunden, noto que vienen impregnadas de su alma, entonces hago como los pordioseros que reciben un mendrugo o una moneda de limosna, y es que la besa, y la beso con el corazón, antes de echármela al zurrón del espíritu. Y de estas limosnas espirituales, de estas caridades íntimas, ¡cuán pocas se reciben en el trato corriente de nuestra sociedad, en que se habla por no callar, y en que se cambian palabras como se cambia fichas de juego!

Miguel de Unamuno, A lo que salga


El esperado



No conocerán nuestros jóvenes al Príncipe de juventud en torno al cual se unan para el asalto de la fortaleza que guarda el misterio de mañana, del eterno mañana, mientras no sepan desearlo, mientras no sepan quererlo. El Enviado vino, pero vino al pueblo de Raquel, de aquella Raquel que decía a Jacob, su hombre: “Dame hijos, o si no me muero” (Génesis, XXX, 1); y se los dio. (…) También vendrá (…) el que nos haga falta, el genio esperado, pero es siempre que los jóvenes lo ansíen, y que, al abrir los ojos a la luz, se diga cada uno de ellos: “¿Seré yo el esperado? ¿Seré yo el que esperamos todos, el que yo espero?” Y si sintiera en sí la comezón de las alas, el empuje de las alturas; si se sintiera crecer y henchirse de ambición sagrada, entonces se llenará, no de soberbia, sino de sumisión perfecta, y, viéndose servidor de todos, esperará que se haga en él (…) según la esperanza de su juventud, según la esperanza de todos. “Tiene que venir, ¿por qué no he de ser yo?” Sólo el que sienta esto de veras, el que lo sienta y no lo piense, y el que de veras y no por ficción lo sienta, sólo el que sienta eso de veras es joven por juventud inmarchitable.
No mires, joven, tu reflejo en los demás; mira sus reflejos en ti mismo. No te busques desparramado en los otros antes de haber buscado a los demás coyuntados en ti. Si los unes en tu espíritu, sabrás luego unirlos en la vida.

Miguel de Unamuno, Almas de jóvenes, Mayo de 1904.


El hombre temporal y el eterno


A esas gentes que dicen tener sentido de la realidad no les interesa más que la noticias, lo que se llama la información. (…) Nada encuentro en los diarios todos más insustancial que la sección telegráfica. Eso de querer tener noticias, de ordinario sin trascendencia alguna, lo antes posible, me parece una puerilidad. (…)


Pero las corrientes van por otro lado. Para uno que lea un libro con el fin de saber, gozar y aprovechar lo que diga, hay veinte que no leen más que para decir que han leído y poder salir con lucimiento haciendo citas de él. (…)


[Cuando] salgo o me voy a mi tierra o a ese hermoso y triste Portugal. (…) a lo mejor se me presenta un viajero que quiere conocerme y este viajero es v. gr. argentino y quiere hablarme de esa tierra y darme noticias de ella. Y una de dos, o el hombre me interesa o no me interesa nada. Si no me interesa nada el viajero tampoco me interesa lo que pueda contarme, y si el hombre me interesa, es él, él mismo, y no cuanto pueda decirme lo que de veras me interesa. Se empeña en informarme de una porción de cosas pertinentes a su país, de su política, de su literatura, de su desarrollo económico, de su cultura; y yo me empeño en llegarle al alma, en saber si se resigna de buen grado a la vida, en averiguar qué hombre es -“hombre”, entiéndase bien- en sentir las palpitaciones de su alma. Me importa mucho más si cree o no en la inmortalidad del alma que todo cuanto pueda contarme. Y uno a quien le vais con tales cosas se os queda mirando sorprendido y acaso en su interior se dice: este hombre no está bueno.


Hay, o por lo menos debe haber en cada uno de nosotros dos hombres, el temporal y el eterno, el que se preocupa con los cuidados del día y el que se preocupa con las preocupaciones de siempre, el que se dice “¿qué comeré o cómo me divertiré mañana?” y el que se dice: “¿qué será de nosotros después de la muerte?” Hay casos en que el sujeto interior arrastra y sojuzga al exterior y entonces el hombre o se retira a un claustro o vive en una mal encubierta desesperación resignada, en incesante lucha con el misterio, y hay casos en que el hombre exterior y temporal arrastra y ahora al interior y eterno y entonces tenemos al hombre de mundo, el que se jacta de práctico y de poseer sentido de la realidad.


Miguel de Unamuno, Desahogo lírico


Por fortuna, vivir es descubrirme a mí mismo sumergido en un medio que me es extraño


[El] pensamiento no es la función de un órgano, sino la faena exasperada de un ser que se siente perdido en el mundo y aspira a orientarse. Si la vida no fuese en su raíz un encontrarse extraviado en un contorno cuyas vías desconoce y donde no sabe cómo ha caído ni cómo podrá salir, el pensamiento no existiría y la máquina intelectiva del hombre, o no habría llegado a desarrollarse, o yacería atrofiada en los desvanes del organismo. Pero, por fortuna, vivir es descubrirme a mí mismo sumergido en un medio que me es extraño, que me niega constantemente, y donde avanzo rodeado de fisionomías enigmáticas, de esas que llamo "cosas", las cuales, unas veces me son favorables y otras adversas. Esas "cosas" -que en sentido lato incluyen a los otros hombres- se adelantan a mí como avanzada casual de algo formidable y latente, que las lleva a ellas y a mí y a quien doy toda suerte de nombres redondos: mundo, orbe, universo. Yo necesito, pues, desenmascarar ese enigma circundante del que yo mismo formo parte: saber con quién trato y de quién depende mi vida; conocer, de una vez para siempre, los designios y conducta del mundo porque sólo así puedo descubrir cuál es mi auténtico quehacer en él. Para ello -y no simplemente porque sí, porque soy dueño del aparato intelectual- hago funcionar mi mente. Es, pues, el pensamiento el único ensayo de dominio sobre la vida que puedo y necesito hacer. Dominio, es decir, señorío. No hay otra suerte de esencial señorío que éste del pensamiento. Y es el caso que ni siquiera hace falta que el pensamiento logre su empresa para que ejerza aquel dominio. Ver claramente que el enigma de la vida es insoluble, que la sensación de perdimiento no tiene curación es ya dominar nuestro destino, es sentirse en la verdad.

José Ortega y Gasset, Del Prólogo "a una edición de sus obras", 1932.

El agua tiene el poder mágico de unir las cosas


En la ciudad, la lluvia es repugnante, porque es una injustificada invasión del cosmos, de la naturaleza primigenia en un recinto como el urbano, hecho precisamente para alejar lo cósmico y primario, fabricando un pequeño orbe extranatural. Lo que más nos sorprende del salvaje es que pueda, sin asco, vivir adherido a la naturaleza, tumbado en el lodo, en contacto con la sierpe y el sapo. Debió llegar un tiempo de nauseas geniales que tabuizó la mitad del cosmos, tachándolo de repugnante. Y es curioso que este asco sublime actuó principalmente sobre lo húmedo. (…)


La ciudad es un ensayo de secesión que hace el hombre para vivir fuera y frente al cosmos, tomando sólo de él porciones selectas, pulidas y acotadas. Pero… llueve y el agua tiene un poder mágico de unir las cosas. La piel húmeda siente más el contacto de los objetos –por eso los mandarines, voluptuosamente, humedecen los dedos para gozarse en palpar las bolas de jade. Al salir de casa, el chubasco repugnante nos vuelve a pegar al paisaje, y un vago estremecimiento, residuo tal vez de experiencias milenarias, nos recuerda la vida en los pantanos, la hora torva y sucia de la amistad con la sierpe y el sapo.


José Ortega y Gasset, Notas del vago estio



El gesto emocional es el hecho más obvio en el orbe de los fenómenos expresivos. Pero ni el más importante ni el más delicado. Nos sirve para ingresar con alguna evidencia en el cosmos de la expresión, nada más. (…)


Los gestos emotivos constituyen un repertorio de actitudes y movimientos, que se repite con gran monotonía. Si atendemos sólo a su “facies” genérica -llanto, risa, furia, etc.- notamos la desproporción entre la variedad incalculable de las emociones expresadas y los tipos de gestos que las expresan. En realidad, la furia de un hombre es siempre diferente de la de otro, y no se comprende que al ser expresada no lo sea en su individualidad. Así es, en efecto. No hay dos caras que rían lo mismo. Sobre la arquitectura genérica de la risa, que es un puro esquema, pone cada organismo una modulación peculiar. Y esto que pone no es ya expresión de risa -el esquema genérico la expresa suficientemente-, sino el carácter del reidor, o, digámoslo sin más, su íntimo ser.


Estas pequeñas variaciones del gesto emocional cobran entonces un valor eminente en la escala de los fenómenos expresivos. Porque, al fin y al cabo, el llanto, la risa, el rostro airado o voluptuoso son un tópico corporal, un mecanismo abstracto, que se dispara cuando la emoción se produce, como una serie de frases hechas. Además, la clase de estados íntimos que llamamos emociones, usualmente son, en rigor, frases hechas sentimentales, por lo mismo que son situaciones extremas del ánimo. (…) Yo veo que aquél hombre está triste; pero si me atengo a su gesto de tristeza, no me será fácil averiguar ni cómo es su individual tristeza, ni cómo es él mismo. De donde resulta que los gestos emocionales nos revelan la existencia de la facultad expresiva; pero se quedan en el umbral de ella, empujando nuestra curiosidad a más finas regiones. (…)


Es curioso advertir que apenas interviene la deliberación y la voluntad, y en la medida que esto acontece, pierde valor expresivo nuestro cuerpo. El acto premeditado, que emana de nuestra razón sería ejecutado geométricamente si sólo fuésemos razón y voluntad. Cada resultado ventajoso -coger algo, acercarse, huir, etc.- se obtiene óptimamente sólo de una manera: realizando movimientos que, en principio, serían lo más rectilíneos posibles. Y, sin embargo, no hay dos hombres que se muevan de aquí allá en forma idéntica. El mismo trecho es recorrido con viveza o con inercia, con decisión o deslizándose acompasada o desacompasadamente. Es patente que el esquema puro de acción que la voluntad elige y decide va enriquecido por un “plus” de modulaciones involuntarias e impremeditadas. Nuestra intimidad borda la línea geométrica que el principio de utilidad impone, dotándola de identaciones, arabescos, sobras y elisiones, ritmo y melodía. El principio expresivo envuelve y modifica el acto inexpresivo e interesado.


José Ortega y Gasset, Sobre la expresión, fenómeno cósmico


La justicia que un río limita


[No] es posible encontrar nada justo o injusto que no cambie su naturaleza con el clima. Tres grados de latitud más cerca del polo ponen de cabeza toda la ciencia del derecho, un meridiano decide acerca de la verdad; (…) el derecho tiene sus épocas, la entrada de Saturno en Leo señala el origen de tal delito.
¡Es cómica la justicia que un río limita! (…)
Confiesan que la justicia no está en las costumbres, sino que ella reside en las leyes naturales, conocidas en todo lugar. (…)
Sin duda, hay leyes naturales; pero la hermosa razón corrompida lo ha corrompido todo.

Blaise Pascal, Pensamientos

La ley que está sobre nosotros

Éramos amigos y nos hemos vuelto extraños. Pero está bien que sea así, y no queremos ocultarnos ni ofuscarnos como si tuviésemos que avergonzarnos de ello. Somos dos barcos y cada uno tiene su meta y su rumbo; bien podemos cruzarnos y celebrar juntos una fiesta, como lo hemos hecho - y los valerosos barcos estaban fondeados luego tan tranquilos en un puerto y bajo un sol que parecía como si hubiesen arribado ya a la meta y hubiesen tenido una meta. Pero la fuerza todopoderosa de nuestras tareas nos separó e impulsó luego hacia diferentes mares y regiones del sol, y tal vez nunca más nos veremos - tal vez nos volveremos a ver, pero no nos reconoceremos de muevo: ¡los diferentes mares y soles nos habrán trasformado! Que tengamos que ser extraños uno para el otro, es la ley que está sobre nosotros: ¡por eso mismo hemos de volvernos más dignos de estimación uno al otro! ¡Por eso mismo ha de volverse más sagrado el recuerdo de nuestra anterior amistad!

Friedrich Nietzsche, Gaya scienza